La pesadilla

En aquella ocasión, a pesar de la ceguera, el tacto me pareció tan importante como la vista, más importante si cabe que la vista, aunque la vista ocupaba tantos extremos de la pantalla, tantos nodos y redes, que acabé por admitir que nada sería posible sin su ayuda. Cuando por fin conecté con el universo (es decir, con la Biblioteca), observé con perplejidad que nada había cambiado sustancialmente; algunas diferencias llamativas convivían con los viejos prejuicios, pero, en general, todo seguía como antes. Las galerías, que desde el principio de la historia habían explicado el universo por su carácter indefinido, y tal vez infinito, habían perdido sus viejos pozos de ventilación cercados por barandas, su primitiva forma hexagonal, en favor de una estructura mucho más aleatoria y menos precisa, indudablemente más plástica. La distribución de las galerías, comprobé, continuaba invariable, pero ahora los anaqueles permanecían ocultos unos detrás de otros, comunicados, bifurcados y superpuestos, o se enlazaban en juegos fronterizos como escalas de colores. Las superficies, a diferencia de otros tiempos lejanos, ya no prometían el infinito: lo confirmaban a cada paso; y aquella vieja luz procedente de frutas esféricas (conocidas en la antigüedad como "lámparas") había sido sustituida por una alfombra de iconos infantiles y una oscuridad de hielo blanco. Por lo demás, confirmé, ninguno de los elementos del universo había cambiado demasiado.
En este universo transformado (apunté con curiosidad tras tomar un atajo) encontrar el catálogo de catálogos parecía más bien una utopía obstinada; si uno moría en el intento (cosa más que probable), no era arrojado al vacío por alguna de las terrazas hexagonales del pasado, sino que volvía sencillamente al mismo vacío de su propio misterio. Al poco de conectar, por ejemplo, venciendo mis temores, acerté a preguntar a uno de los habitantes del universo, un hombrecillo escondido en un gabinete minúsculo, tras un espejo velado, y recibí la contestación que, en el fondo, había estado deseando: la Biblioteca (el universo) existía ab aeterno, es decir, estaba allí desde siempre, y allí seguiría siempre, independientemente de la forma que adoptara; por ello, en su devenir constante, las aventuras y los hechos se sucedían en el tiempo. A pesar de los suicidios y de las enfermedades pulmonares (que habían reducido de manera considerable la proporción espacio/hombre) aún se podía disfrutar de lectores y bibliotecarios. Incluso se recordaba con asombro la historia de aquel jefe de hexágono que, tras encontrar un libro tan confuso como los otros, dedujo que la Biblioteca era total, y que en ella se encontraban todas las posibles combinaciones de símbolos ortográficos y de todo aquello que era posible expresar.
Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
La nueva forma del universo (es decir, de la Biblioteca), que ahora se extendía ante mi ojos, había suscitado las mismas reacciones que en tiempos pasados. Al principio, abarcar todos los libros había producido una extravagante sensación de felicidad: los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto; pero no tardaron en aparecer peregrinos que inundaron los espacios de maldiciones alarmistas y oráculos sospechosos. La búsqueda de las Vindicaciones (libros de apología y de profecía) era una constante entre filósofos extraños y poetas amargados, y la comprobación final de todas sus predicciones, asombrosamente inofensivas, no sirvió jamás para despejar el encanto de una duda. Como en otros tiempos ya lejanos, a la desaforada esperanza le sucedió, como cabía esperar, una depresión excesiva. Al igual que Leticia Alvarez de Toledo, algunos intelectuales llegaron a afirmar que la vasta Biblioteca era inútil, y que, en rigor, bastaba con un sólo volumen; eso sí: de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. ¡6.000 millones de personas con 6.000 millones de enciclopedias distintas constituían un claro peligro! ¿Dónde quedaba -pensaban estos vendedores ambulantes- el filtro desarrollado con anterioridad por la cultura?
Cuando por fin conecté con el universo pude comprobar que muchos de los amigos no habían desaparecido. El viejo constructor de sueños seguía proyectando alternativas como obras de arte incombustibles, y la agricultora del futuro administraba con eficacia los mimbres electrónicos y las raíces del cariño. Un hombre, moreno y elegante, impartía cátedras de risa entre bárbaros y nieve; otro hombre, más al sur, deambulaba perdido. Los libros, además, seguían donde siempre. Al llegar al final de la Biblioteca (algo que, más tarde, se demostró imposible), comprendí que todo aquello no era más que una simple pesadilla. Como en la vida, uno sufre o comete errores involuntarios y, más tarde, se despierta asombrado. La pesadilla me había llevado mucho más tiempo del aconsejado y ahora debía despejar mi cabeza. En las pesadillas, además, en todas las pesadillas, uno cree caer de una altura indeterminada en una caída eterna; el susto es de muerte. En mi pesadilla, afortunadamente, nada caía del cielo. Mi pesadilla tenía el color de los atardeceres rojos; los cables se cruzaban y cruzaban formando arco iris enigmáticos. Mi pesadilla no era más que el final de todas las pesadillas. Hacía tiempo que no me divertía tanto.
(El lector bien informado habrá adivinado que la mayoría de las líneas de este texto pertenecen a La Biblioteca de Babel, de Jorge Luis Borges (el vidente ciego, como lo llama Antonio Tabucchi). La pesadilla pertenece a la categoría de los sueños agradables. El enigma, o lo que queda del enigma, dispone de tantas interpretaciones como anaqueles guarda la Biblioteca.)
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Cayetano -